martes, 14 de mayo de 2013


Que incauto es el delirio de abandonarse a los desbocados torrentes de la carne y a los del alma, que a veces hasta fabula contra sí misma para poder desenredarse frente a los secretos laberintos de la entrega absoluta.
Sin embargo,  cuanta maravilla es la que reside en esa levedad que nos empuja y nos arrebata…cuanta humana divinidad la que bulle de los encuentros con los fuegos de la pasión, de lo prohibido, de aquello que nos produce ansia.
¿Acaso existe algo más honesto que redescubrirse en el deseo?



(…) El dice: me ha seguido hasta aquí como si hubiera seguido a otro cualquiera. Ella responde que no puede saberlo, que nunca ha seguido a nadie a una habitación. Le dice que no quiere que le hable, que lo que quiere es que actúe como acostumbra a hacerlo con las mujeres que lleva a su piso. Le suplica que actúe de esta manera.
Le ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y la lleva hasta la cama así desnuda. Y entonces se vuelve del otro lado de la cama y llora. Y lenta, paciente, ella lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo. Lo hace con los ojos cerrados, lentamente. El intenta moverse para ayudarla. Ella pide que no se mueva. Déjame. Le dice que quiere hacerlo ella. Lo hace. Le desnuda. Cuando se lo pide, el hombre desplaza su cuerpo en la cama, pero apenas, levemente, como para no despertarla.
La piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. El cuerpo es delgado, sin fuerza, sin músculos, podría haber estado enfermo, estar convaleciente, es imberbe, sin otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase estar a merced de un insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura del sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. El gime, llora. Está inmerso en un amor abominable.
Y llorando, él lo hace. Primero hay dolor. Y después ese dolor se asimila a su vez, se transforma, lentamente arrancado, transportado hacia el goce, abrazado a ella.
El mar, informe, simplemente incomparable…

Marguerite Duras y el deseo. De eso se trata “El amante”.
Inclasificable y magistral. Del tramado del deseo en estado natural. De la piel, de las memorias, del calor. La inocencia. Los silencios. Los (significativos) espacios en blanco…
Hoy recordé cuantas veces he leído el amante, en aquella edición de Tusquets, con el rostro adolescente, sutilmente angelical, reinando en la portada.
Recordé el primer rubor en las mejillas, el indescifrable cosquilleo en el estómago…los interrogantes golpeando el corazón como caballos desbocados; la euforia de la transgresión, la emoción del secreto encuentro entre mi alma de 16 años y ese relato poderoso y sublime al que de vez en cuando mi mente regresa, como si existiera aún, latente como aquella vez, como esa primera vez, en los interminables paisajes de mi memoria y su pubertad.
Recordé la exaltación por conocer Indochina ¿Dónde está Indochina? No importa. Es un lugar en algún punto del mundo…un espacio evocando con sinceridad el despertar de la sensualidad, de la sexualidad, del placer, de esos instantes cuando las miradas ajenas moldean la existencia antes de la propia conciencia; antes de las pasiones, de los instintos, de los miedos, de lo pecaminoso que aguarda agazapado la hora de revelarse.

(…) “La pequeña del sombrero de fieltro aparece  a la luz fangosa del río, sola en el puente del transbordador, acodada en la borda. El sombrero del hombre colorea de rosa toda la escena. Es el único color. Bajo el sol brumoso del río, el sol del calor, las orillas se difuminan, el río parece juntarse en el horizonte”

Es el inicio de la confesión. Es el viaje que la Duras emprende río arriba hacia el secreto de su vida en Indochina, en dónde empieza todo en su vida, en dónde acaba todo en su vida. Lo escribió en 1985 en una novela corta. La tituló el amante y representa los pasajes de una vida llena de sentimientos, emociones, desesperación y sueños convertidos en fragmentos literarios que delinean un período breve de iniciación hacia su madurez anticipada, a esa vida que ya era “vieja” a los 18 años. La suya es una iniciación a la vida inquietante: una adolescente de 15 años tanteando en sus instintos y a punto de estallar la florescencia de su belleza, se enreda en una relación con un rico comerciante chino de 26 años. Lo que empieza como un juego de atracción y seducción y poder,  metamorfosea en una relación de vaivenes, de amores y cautiverios emocionales y subyugantes que precipitan los años, el tiempo… la dicha de la desdicha.
La vida desbordándose impetuosa como un aluvión insoportable.

(…) “Le dice: preferiría que no me amara. Incluso si me ama, quisiera que actuara como acostumbra a hacerlo con las mujeres. La mira como horrorizado, y le pregunta: ¿quiere? Dice que sí. Él ha empezado a sufrir ahí, en la habitación, por primera vez, ya no miente sobre esto. Le dice que ya sabe que nunca le amará. Le deja hablar. Dice que está solo, atrozmente solo con este amor que siente por ella. Ella dice que también está sola. No dice con qué…

Y así transcurre el primer verano de la pasión perpetua de esa niña-adolescente que huye, que busca, que cuenta, que se descubre, que confiesa sin tapujos su revelación ante la transfiguración del placer que confunde con otras cosas como el amor, ¿o es al revés?

 “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde” – Confiesa-

 (…) A los dieciocho años envejecí. No sé si a todo el mundo le ocurre lo mismo, nunca lo he preguntado. Creo que me han hablado de ese empujón del tiempo que a veces nos alcanza al transponer los años más jóvenes, más gloriosos de la vida. Ese envejecimiento fue brutal. Vi cómo se apoderaba de mis rasgos uno a uno, cómo cambiaba la relación que existía entre ellos, cómo agrandaba los ojos, cómo hacía la mirada más triste, la boca más definitiva, cómo grababa la frente con grietas profundas”

Y después quedar a la espera.
A la fútil espera de esos momentos…de esos retazos de antes cuando el corazón, aún diáfano, sabía nada más que de luminosidad empañada solo por los colores de azules veranos que explotaban aquel candor marchito que ya no vuelve.
 Hoy recordé cuantas veces he leído L ámant
Recordé la honrada candidez de mis labios,  tiritando ante la iluminada simpleza del primer encuentro con las huellas del deseo…


El Amante, de Marguerite Duras 

Fotografía: Hana Al Sayed


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