jueves, 29 de agosto de 2013

La última carta para Noa


Gracias a todos, estimados amigos!
Gracias a vos, "Noa" por haberme inspirado el corazón...



Aún es temprano pero apresuro mi baño. Aunque la cena en casa de Florencia es a las 8 y restan dos largas horas, quiero estar preparada con tiempo y ser puntual.
Me visto con unos jeans y una remera mangas cortas.
La habitación de mis padres está maravillosamente iluminada por los destellos de la tarde. Dejo que me invada una calma inmensa que me roba un suspiro muy hondo. Descubro entonces que estoy rebosante de entusiasmo ante el encuentro con mi familia.
Enciendo un cigarrillo y me siento en la punta de la cama; la imagen de mi padre se instala en mi mente y recuerdo nuestras charlas en el jardín, su mirada cariñosa, sus gestos tiernos y mis pulmones se llenan con un aire melancólico que me hace sentir compungida.
Una escena se presenta ante mí: tengo ocho años, estoy dibujando sentada en el suelo mientras papá le da las últimas manos de pintura a su baño en suite. Esta cantando una canción, la misma que tarareaba para que yo me durmiera cuando era pequeña. 
Su voz trasciende la ilusión y ahora lo escucho tan cerca de mí que no puedo evitar desparramar unas lágrimas-sonrío al descubrir que no son lágrimas de dolor, todo lo contrario.-
Lo verdadero siempre permanece,  la distancia no existe- digo en voz alta.
Mi celular vibra. Es Albert avisándome que, como cada año, realizaran una misa por el aniversario de la muerte de Nick en la catedral de Saint Mary.
Le respondo que estoy Argentina.
—Nick…―murmuro entre dientes y me sorprendo al escuchar mi voz flotando por el cuarto- es la primera vez en cuatro años que susurro su nombre.
Rápidamente me incorporo. Estoy impulsada por un instinto inconsciente. Bajo las escaleras a toda velocidad. Tomo las llaves del auto, una campera y mi bolso.
Acelero.
Llego hasta la parroquia de San Antonio de Padua. Bajo del automóvil y corro desesperada hasta el interior de la capilla. Está vacía. Me detengo en la puerta. Miro hacia los costados. Estoy arrebatada por un estruendo en mi pecho que está a punto de colapsar. No entiendo que me sucede pero no me reprimo. Estoy cansada de escapar.
Cerca del  pulpito diviso un pequeño altar lleno de velas blancas que flamean oraciones al aire. Me dejo llevar por mis pasos que arremeten decididos y llego hasta el iluminado tabernáculo. Busco en los rincones alguna vela para encender. No encuentro ninguna. Una mano me toca el brazo. Giro la mirada. Una anciana de pelo nevado me ofrece una. Me quedo mirando sus envejecidas pupilas durante algunos segundos. Tengo un nudo en la garganta. La tomo con ambas manos y la acerco a un gran cirio. El  pábilo explota en una nívea luz que me envuelve el rostro. Embrujada por la llama, la sostengo durante algunos segundos. Tengo los labios resecos y tiemblo como una hoja que acaba de caer de su árbol. La anciana toma mi mano y me ayuda a ponerla junto a las demás. Aprieto los parpados y suspiro muy hondo. Soy un mar de llanto.
—…siento haberme demorado tanto, cariño—digo, en voz baja—perdóname.
El pecho se me descontractura, como si una suave caricia hubiera encendido todos mis sentidos, entonces la mirada azul de mi príncipe me ubica y lo veo sonreír como solía hacerlo cuando el veneno de ese mundo impiadoso ante el cual decidimos rendirnos todavía no se había filtrado en nuestras venas.
―perdóname…—vuelvo a susurrar―gracias por todo, por tu amor, por tu tiempo…gracias…
Súbitamente, una bocanada de aire limpio me atraviesa. Giro el rostro; azorada, descubro que la anciana no está.
—Mamá…-balbuceo con la voz entrecortada.
Renovada por un rayo de luz que me revitaliza todo el cuerpo, conduzco 40 minutos hasta el hogar de María madre.
La casona antigua emerge de repente ante mis ojos. El corazón se me acelera. Desciendo con recelo. Tengo miedo pero el impulso liberador que me embriaga es tan hondo que mi cuerpo, descaradamente autónomo, me conduce hasta el interior.
― ¿Cristina Anderson?—le pregunto a la recepcionista que me mira, primero con desconfianza, después con una amplia sonrisa.
― ¿Eres la hija más pequeña de Cristina?...tienes que serlo, el parecido es impresionante.
—Así es―le afirmo, en medio de un suspiro——quisiera verla, por favor.
La mujer se queda mirándome durante algunos segundos.
—No es horario de visita…. —me comunica muy seria—pero…podemos hacer una excepción. Ven conmigo.
Caminamos por un largo pasillo de habitaciones contiguas. El aire está  enrarecido por una extraña soledad que descubro no tan distinta a la mía, entonces me estremezco.
Llegamos a una gran sala. Mi madre está sentada en una silla mirando a través de una ventana. Su pelo ha envejecido con el tiempo.
Se me anuda la garganta. Quiero avanzar pero me estanco. Parezco una niña muerta de miedo. 
La mujer me toma la mano y me desencadena del piso.
—Anda…no temas. Todo estará bien…
Su voz comprensiva me arenga a avanzar hacia ella.
Está de espaladas, justo frente a mí. Abro los labios. Quiero hablar pero no sé qué decirle.
Se percata de una presencia cercana y me enfoca con sus grandes ojos grises. Nos miramos durante varios segundos.
— ¿Puedo ayudarla en algo, señorita?
Aprieto los labios.
—Mamá,  soy yo, Sofía—le digo, con la esperanza de que mi voz la rescate de ese limbo cruel en el que divaga su mente.
Hace silencio y baja la mirada. Un silencio que se vuelve eterno. Después vuelve a perderse en el reflejo de la ventana.
Estiro la mano y hago el intento de tocar su hombro pero me detengo.
—Vine a decirte que lo siento mamá; que lamento estos años con toda mi alma. Sé que es tarde pero necesitaba decírtelo…
No responde ante mis palabras.
Agacho la mirada y me alejo varios pasos. El nudo en mi garganta se hace más apretado.
—Tal vez…quiera usted volver a visitarme…—la escucho decir desde su silla.
Me detengo.
—y contarme de sus cosas—continúa—tal vez podamos ser amigas a pesar que usted es mucho más joven que yo.
Sonrío y me arrodillo junto a ella.
—Claro que sí. Me encantaría que seamos amigas.
Aprieto su mano. Ella responde haciendo lo mismo.
—Creo que usted me recuerda a alguien…—me dice. Sus ojos brillan.
—Mi nombre es Sofía  Dejean Anderson…
— No había venido antes por aquí,  ¿verdad, señorita Sofía?
—No. Estuve de viaje…un largo viaje.
—Pero ha vuelto…eso es lo importante ¿cierto?
Mis ojos se humedecen.
Mi madre acerca su mano y con una caricia que parece reconocerme consuela mi sollozo.
—Tal vez quiera contarme de su viaje—me dice y sonríe de costado.
Asiento con el rostro.
Me quedo casi una hora hablando con esa mujer cercana, con esa mujer lejana que no me conoce ahora y que no me conocerá mañana. Tal vez sí sea tarde… nos separa la memoria. Nos separa el tiempo…es verdad, pero todo es nuevo. Como si ambas hubiéramos tenido que nacer otra vez para continuar transitando un mismo camino.
Son casi las nueve cuando estaciono frente a la casa de Florencia. Me excuso al entrar revelando el motivo de mi demora. Marcelo escucha mi voz y lo veo aparecer desde el patio luciendo una amplia sonrisa. Como siempre, no hacen falta tantas explicaciones y solo nos fundimos en un largo abrazo.
La cena se desarrolla en calma. La comida esta deliciosa y sin querer afloran millones de recuerdos  de nuestra infancia que prácticamente había olvidado.
Pasada la medianoche Ismael lleva a los niños a dormir. Aunque intenta ser cuidadoso no puedo evitar darme cuenta que el verdadero motivo es dejarnos solos.
Estoy algo nerviosa, no puedo evitarlo,  pero aspiro muy hondo y me propongo exorcizarme de tantos años de silencio. Quiero que mis hermanos escuchen  de mi boca todo desde el principio. Me sorprendo al ver sus miradas sin juicio que me siguen atentas a mi relato.
—Cuando Nick murió sentí que todo  mi mundo se derrumbó sobre mí y no pude manejar la culpa y el remordimiento de saber que nunca tendría la oportunidad de pedirle perdón…
—…Estabas con Noa en tu casa cuando fui a Miami ¿verdad?―me dice Florencia, bajando la mirada.
—Así es―respondo, después de algunos minutos de silencio—jamás pensé que algo así pudiera sucederme…pero sucedió y no pude hacer nada para evitarlo.
—Siempre pensé que tú y Nick eran felices…—me interrumpe Marcelo, mientras sorbe su copa.
—Yo también, Marce. Después me di cuenta que estuve años viviendo una fantasía que irremediablemente debía colapsar y fue la muerte de Nick la estocada final…ahora estoy a merced de mis reproches, tratando de asimilar un puñado de aprendizajes que aún no soy capaz de implementar en ninguna parte.
—Pero si estás haciéndolo Sofi—interrumpe Marcelo—estas aquí, estás de vuelta y eso es lo que importa ¿cierto?
Se me llenan los ojos de lágrimas, son exactamente las mismas palabras que antes pronunciara mi madre.
—Claro que sí—respondo y seco las lágrimas que se han desparramado por mi rostro.
Florencia estira su mano y aprieta la mía.
—Espero que puedan perdonarme…
Ambos se ponen de pie y los tres nos fundimos en un abrazo.
—No sé cómo se hace para empezar de cero—agrego, apretando los parpados con fuerza.
—Deja que todo fluya—me dice Florencia, con una sonrisa tímida en sus labios.

Regreso a la casa cerca del amanecer. Cruzo la pesada puerta de hierro y vidrio e inmediatamente el aire se transforma sumergiéndome en un nuevo paisaje de colores y aromas.
Camino lentamente. La brisa nocturna es una música que me roba hondos suspiros. Subo las escaleras. Ingreso a la habitación alumbrada solo por los destellos de una luna gigante que abraza el firmamento y me recuesto  sobre la cama.
Cierro los ojos. La vida ahora es ante mí un camino abierto que espera ser transitado.
Me incorporo de un salto y llego hasta el placard. Tomo una gran caja entre mis manos y me siento en el piso. Con lágrimas en los ojos repaso entonces todas las cartas que he escrito para Noa durante estos años y que jamás tuve el valor de enviar. Las aprisiono fuerte contra mi pecho y vuelvo a dejarlas intactas en esa bitácora que guarda uno de los tesoros más preciados de mi viaje.
A la mañana siguiente, me reúno a almorzar con Marcelo y Florencia para contarles que he decidido regresar a Miami a poner mis asuntos en orden y a decidir sobre todo el rumbo de mi carrera.
—He estado pensando en el programa de médicos sin frontera…—les comento, con un dejo de añoranza.
— ¿Te vas a ir otra vez?—me pregunta Florencia
—No Flor, simplemente quiero ir a ver que tiene el mundo para ofrecerme…
El avión aterriza en el Miami International Aiport dos semanas después y no bien mis pies hacen contacto con el suelo percibo que todo a mí alrededor es diferente. Los sonidos, los colores, los aromas, la gente…
El alba ha pintado de anaranjados tropicales cada rincón de esa maravillosa ciudad que tanto amo y a medida que el taxi avanza conduciéndome hasta la belleza incomparable de Coral Gables, dejo escapar unas cuantas risas frente a las que el chofer se queda oteándome de reojo por el espejo retrovisor.
Mi castillo emerge bañado por millones de tonos azafranes que empiezan a descolgarse de un sol impetuoso y me recibe expectante: sabe que sostengo entre mis manos la llave para destrabar por fin los oscuros laberintos que levantamos entre sus murallas; sabe que pronto dejaré de ser la doncella abandonada en las desiertas arenas de mi soledad impensada.
Desempaco mi valija y mientras acomodo mi ropa en los cajones decido, sorpresivamente y sin meditarlo ni dos segundos, despejar el mueble de las pertenencias de Nick.
Me agencio de algunas cajas y uno a uno archivo los recuerdos de mi Teseo que ya no es ese Minotauro implacable que yo creé para torturarme sino el muchacho de pelo desordenado que fue mi amor y fue mi príncipe.
Entre lágrimas y sonrisas dejo que se escape el día entero, mientras voy comprendiendo que en la vida es en vano intentar decodificar sus “porque”.
“La vida no es porque, la vida es “para qué”, Sofía, esa es la verdadera pregunta que debemos hacernos”
Las palabras de Noa se quedan acompañándome hasta que mis ojos, vencidos por el cansancio, deciden cerrarse y descansar…
Varios meses después recibo la confirmación de la organización de médicos sin fronteras ofreciéndome un lugar en la delegación de Senegal y aunque estoy al tanto de los miles de desafíos que seguramente han de presentarse ante mí, me sorprendo al descubrir que no tengo miedo.
Esa noche vuelvo a recostarme sobre la gramilla del jardín de cara al maravilloso firmamento de City Beautiful. La Corona Borealis de Dionisio me alumbra el rostro como si fuera un faro explotando luces hacia un lejano horizonte en blanco que me espera. Aun no se de que manera voy a escribir los pasajes de todas esas hojas níveas pero estoy intentándolo, esta vez estoy intentándolo. Tal vez de eso se trate la vida-pienso, simplemente de renacer
Aspiro mi cigarrillo con fuerza y me sorprende el chirrido de mi celular que vibra sobre el césped. Lo agarro fuerte entre mis manos. El corazón me late desbocado. Miro la pantalla. Es Noa. Abro el mensaje: “recuerda que estoy cerca…”
Aprieto el aparato contra mi pecho. Las manos me tiemblan. Cierro los ojos y freno el impulso de querer deshacerme del móvil como lo he hecho durante los últimos cuatro años: Ya no me siento cautiva en la fría arena de Naxos, ahora camino-aunque con pasos lentos-pero camino hacia una puerta abierta que aún no vislumbro del todo pero sé que está, yo sé que está.
…”siempre…” escribo, con los ojos húmedos de una profunda y sincera gratitud.
Suspiro muy hondo. Tal vez no signifique nada. Tal vez sí sea tarde… solo el tiempo lo dirá…
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Fotografía: Peter Lindbergh


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